viernes, 25 de mayo de 2012

Interludio segundo: La ‘verdad’ y la ‘pasión’ se fueron al campo un día…


La ‘verdad’ y la ‘pasión’ se fueron al campo un día…

     Me atreveré a declarar que, al menos en Puerto Rico, hay dos tipos de cuentistas: está el que se preocupa por contar algo; también está el que se preocupa por cómo contar algo. No puedo decir que una manera de contar sea mejor que la otra. Quisiera aprovechar este valioso espacio del ‘Interludio segundo’ para plantearme en qué manera cuentan los autores puertorriqueños contemporáneos, y qué cosas cuentan. A partir de semejante licencia entonces trataré de defender mi punto de vista tan cursi: que el placer literario es la única gran verdad.

(‘Ea rayo, esto tiene pinta de ensayo; ¡procuraré no aburrirlos!)

     A simple vista muchos dirían que es más importante cómo contar una historia que meramente qué cosa contar. Efectivamente, cualquiera puede contar un cuento con trasfondo político, religioso o simplemente preciosista —todos temas que usualmente irritan al lector si no se tocan con cuidado—, pero no todo el mundo puede contar cualquier cosa de una manera única. Los buenos autores pueden observar a una hormiga, escribir cómo cruza la sala de un lado a otro, y hacer de semejante banalidad una belleza literaria que provocaría el más elevado de los placeres. Hay cuentistas, como Quim Monzó (catalán), que escriben cuentos esquemáticos a propósito, algunos de ellos ni siquiera parecen tener un conflicto claro, como ‘Miro por la ventana’, ‘Dos sueños’ o ‘El tenedor’, y sin embargo puedes terminarlos y vas a sentir que algo se ha estremecido adentro, como un aluvión silencioso. En Puerto Rico también he leído a autores que logran este efecto. Por ejemplo, Lina Nieves Avilés tiene en su ‘Waltzen’ un pequeño relato titulado ‘El litoral’ en donde un niño observa el sol hasta morir. En el plano anecdótico, como ya vieron, no pasa nada, pero al leerlo —Ah! Al leer el cuento!— siento lo que siente el niño, siento cómo se envenena con la luz del sol, recuerdo sus propias memorias y sé que él presiente que alguien más lo lee desde el otro lado de la página. Cuando un cuentista logra que mis sentidos se eleven de esa manera, sé que no estoy en posición de negar la calidad de su trabajo, por más sencillo que sea. Usualmente, mientras más sencillo aparenta ser un trabajo literario, más horas, esfuerzo y calidad se esconden detrás de esa sutil artesanía. Es irónico que esta visión suene tan atractiva, y sin embargo la gran mayoría de los autores, inclusive los estudiosos, casi todos ellos rechazan la posibilidad de una buena historia que nazca a partir de una bruma espiritual. Para mí, estos cuentos 'sin conflicto' no son otra cosa que la máxima definición del sagrado —¡sagradísimo!— ‘mostrar, en vez de decir’.

(Tomado de mikekimera.wordpress.com)

     Hay otros que apoyan la idea de que la grandeza literaria es el resultado de una meticulosa elaboración en los detalles importantes y la destrucción total de cualquier otra cosa —espiritual, sensacional o situacional— que no tenga una relevancia sustanciosa para con lo que se pretende contar. En otras palabras, si no cuenta el cuento, no sirve. Es sorprendente la cantidad que hay de escritores que piensan así. Esencialmente, reniegan cualquier posibilidad lírica por el mero hecho de ser un elemento subjetivo o distrayente (sí, me acabo de inventar esa palabra). Y yo digo, “¡pero si la idea fundamental de cualquier obra literaria es alcanzar los sentidos y la mente de su lector!”. Estos son los que se preocupan más por lo que se quiere contar. No quiero sonar determinante con mi exposición; hay obras grandiosas —de hecho, son la gran mayoría— de la literatura universal que sigue este modelo de ‘contar una historia’. Piense en cualquiera; probablemente ese sea uno. Las más grandes obras son objetivas, certeras y precisas, con todo el mérito y la maestría del mundo, porque escribir historias así de buenas, no lo hace cualquiera. Entonces, sin querer he llegado a un viacrucis en mi planteamiento: ¿serán la misma cosa?

     Qué contar y cómo contar son dos cosas muy diferentes. No pueden ser lo mismo, pero a lo mejor son dos aspectos de una misma esencia. Veamos: Estoy consciente de que ningún autor puede suscribirse meramente a qué contar o a cómo contar. Es obvio que ambas cosas son importantes para la narración de una buena historia. Un autor necesita una idea clara de lo que quiere hacer, y aunque no la tenga, al menos comienza con algo, por más pequeño que sea, que ya venía predeterminado desde su cerebro. Hasta los surrealistas tiene que llenarse la cabeza de musarañas para luego vomitarlo todo sobre el papel. Por otro lado, ese mismo autor también necesita cierta destreza poética para hacer de su historia una atractiva. No basta con velar por una estructura impecable o una historia totalmente clara y precisa. Si esa historia no tiene algo de poesía, el lustre va a ser uno meramente académico y el alma de cada individuo que la lea se va a sentir traicionada por la falta de inspiración de lo que lee.

     Edgar Allan Poe decía que la poesía busca provocar una ‘satisfacción del alma’, y que la prosa más bien pretende alcanzar una ‘verdad’ como objeto del placer de la mente o del intelecto. La prosa expone ‘verdades’ y la poesía provoca ‘pasiones’, así decía, en resumidas cuentas, don Edgar Allan Poe (que en paz descanse, bendito).

(tomado de portalplanetaseda.com)

     A veces me topo con autores que se preocupan  por abordar ambos aspectos de la narrativa —y debería ser así, siempre—, pero muchas veces pierden unidad o consistencia  por pretender cambiar de estrategia o de estilo a mitad de libro. A los cuentos, aunque estén completos y funcionen perfectamente, se les nota la falta de inspiración (robado del inglés) cuando el autor comienza a recurrir a artificios narrativos gastados como la anticipación, el McGuffin de Alfred Hitchcock, el efectismo, o pero aún, en el melodrama o la payasada. Estos últimos son casos extremos, pero los menciono porque los he visto (y no voy a decir en dónde porque no es el objetivo de esta discusión en particular).

     Cuando estaba comentando el libro de Pedro Liboy Erba me puse a divagar un tanto con respecto a la efectividad de los relatos ‘sencillos’. Decía que, al menos con Liboy Erba, ‘Cada vez te despides mejor’, los relatos más sencillos y breves tendían a provocarme una satisfacción mayor cuando los leía. No lo niego, mi ‘poética’ de los cuentos (si se me permite el atrevimiento) mide su efectividad en proporción al placer —el ‘asombro’, como decía Jorge Luis Borges— que me provocan mientras los leo, o cuando los termino de leer. No estoy diciendo que los cuentos breves sean mejores que los que no lo son, sino que cuando el autor se preocupa por elevar los aspectos más importantes y llamativos de su relato, lo depura de toda broza y pecado literario y termina con una verdadera belleza que hace digno al lector de su atención, y no al revés. Así mismo, pienso que el mejor cuento es aquel que siente admiración por su lector, y por lo tanto respeta sus sensibilidades y le satisface con el mayor respeto y diligencia. No hay nada gratuito en el proceso de creación literaria; la buena literatura es seductora e insaciable. Creo que podemos decir (al menos yo) que la cuestión de qué contar y cómo contar deben ser un solo asunto literario. Algunas editoriales en Puerto Rico ya se han atrevido a darle protagonismo a escritores que apuestan a nuevas maneras de contar. A veces es un peligro, ¡pero lo bueno de acá es que casi todo es una aventura!

     Aquí menciono los dos libros (podía ser uno, pero Tere Dávila también me convenció al final) de la segunda jornada que son ‘VERDAD’ y ‘PASIÓN’; que cuentan ‘qué’ historias, ¡y ‘cómo’ las cuentan!:




También les dejo un recuento gráfico de los otros excelentes libros que he tenido el placer de comentar en la Segunda Jornada en De Cuentos (vivo) queriendo ser escrito...









Fin de la segunda jornada.

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